viernes, 9 de noviembre de 2018
LA ESCALADA
La piedra estaba muy fría. La pared se encontraba en la cara norte del Madroñal y por esas fechas todavía helaba de madrugada. Las grietas ensangrentadas en mis dedos anunciaban que lo mejor era retirarse y regresar otra mañana menos fría. Pero en mi mente estaba fijada una obsesión, mi mayor sueño: escalar algún día la majestuosa montaña granítica El Capitán. De modo que continué el ascenso agarrándome con saña a aquella imponente roca. Cuando llegué al descuelgue pedí a mi compañero que me bajase, pero, de repente, la cuerda se soltó y caí al vacío.
No recuerdo más de aquel día. Quedé inconsciente tras caer a plomo desde una altura de nueve metros. Al parecer, la cuerda no era suficientemente larga e, inexplicablemente, olvidé comprobar el nudo del extremo final, por lo que, al acabarse, se coló por el Grigri.
Estuve en coma cuarenta y ocho horas. Tras despertar, tardaron unos días en explicarme lo que me había pasado y semanas después me fueron dando paulatinamente los detalles de mis múltiples lesiones. En resumen, mi estado era crítico y, entre el largo proceso de recuperación, las complicadas operaciones a las que debería enfrentarme y las posibles secuelas que me podrían quedar, hubo una frase que se clavó en mi pundonor: “No sabemos si algún día podrás volver a caminar”. Recuerdo perfectamente la cara de mi madre en ese instante, sus ojos vidriosos y su boca en un tenso rictus que tiraba de las comisuras hacia abajo, conteniéndose para no desmoronarse delante de mí.
Yo tenía 23 años. Toda la vida por delante. Toda la vida... en una silla de ruedas.
Recibí la noticia con serenidad. Sólo me impactó aquella sentencia que, no obstante, la sentí como si no fuese del todo mía, como si pudiera verme desde afuera, desde muy lejos, relativizando así la supuesta desgracia que me había tocado vivir.
Esa noche, entre morfina, antiinflamatorios y drogas varias, tuve un sueño: escalaba una pared enorme, pero cuando miraba bien, mis piernas se habían convertido en raíces; la cuerda ya no era tal cosa, sino larguísimos brazos que me sujetaban, y en la cumbre se encontraba la protectora mirada de mi madre que me susurraba: “Mírame, no te voy a dejar caer”.
Aquel sueño me marcó. Reflexioné. Tuve meses para hacerlo en los ratos que pasé solo entre aquellas blancas paredes. Decidí que me adaptaría a mi nueva situación, a lo que viniera cada día, fuese lo que fuese. Podría haber muerto en el accidente, de hecho habría sido lo más normal. Pero no, yo aún estaba allí con la oportunidad de seguir adelante.
Han pasado más de 20 años. Hoy camino y lo hago sin muletas. En esta, que yo llamo, mi nueva vida, me formé para ayudar a la gente a vivir sin dolor y a cuidarse física y emocionalmente. Mi familia sigue siendo los brazos a los que agarrarme si me siento caer, un bastón de ánimo, especialmente dos bichillos rubios que me estiran de las mejillas cada mañana dejándome los ojillos achinados y una sonrisa infinita.
Ha sido un largo camino, en absoluto fácil. En él me he percatado de que El Capitán no es nada en comparación con la “escalada” que yo he hecho en mí mismo. Una escalada que nunca terminará mientras siga vivo y en cuyo ascenso me esperarán unas veces logros, y otras tremendas caídas que me darán la oportunidad de volver a empezar.
Así que hoy puedo decir que sigo persiguiendo el sueño de alcanzar la cumbre de la mayor montaña que uno pueda escalar: la vida.
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domingo, 25 de marzo de 2018
EL NIRVANA
Hacía
casi dos milenios que lo habían crucificado. Después pasó penurias
siendo un eunuco, una campesina, un monje amanuense y una geisha. Aun
así, debería volver a nacer hasta encontrar el nirvana.
Esta
vez escogió una vida contemplativa. Calor de hogar, caricias, agua y
comida siempre a su disposición... Sólo se dedicaba a las labores
de acicalamiento de su propio pelaje y al buen dormir. Ni siquiera le
afectaba que alguien se proclamara su dueño.
Por
fin lo había logrado, aunque necesitó siete vidas para tomar la
decisión acertada.
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sábado, 17 de marzo de 2018
LA PUNTA DEL ICEBERG
Me
declaro responsable de asesinato.
Cuando
me empeño en algo soy incapaz de parar hasta conseguirlo. No fue una
decisión motivada por un arranque de ira ni me poseyó ninguna
locura transitoria; al contrario, fue premeditada y me encontraba en
perfecto estado de salud mental.
Él
quería que aparentara ser perfecta. Buscaba la aprobación de la
galería en lugar de la mía.
Yo no soportaba su obsesión por el orden, por la limpieza, por la puntualidad. Nunca me aceptó como soy, imperfecta, y si cometía un fallo, me castigaba por ello insultándome, subestimándome y juzgándome.
Yo no soportaba su obsesión por el orden, por la limpieza, por la puntualidad. Nunca me aceptó como soy, imperfecta, y si cometía un fallo, me castigaba por ello insultándome, subestimándome y juzgándome.
Me
instigaba a tener miedo, a sentir culpa, a no valorarme.
En
ocasiones, cuando percibía que me había hundido con el relente de
sus palabras, se disculpaba. Se retractaba con elogios y me aseguraba
que no volvería a pasar, que me iba a cuidar, porque yo era la
persona más importante de su vida. Sin embargo, eso nunca duraba y mi deseo
de acabar con él aumentaba después de cada promesa incumplida, de
cada muestra en la que plasmaba que, en realidad, me despreciaba
profundamente.
Hasta
que no pude más: decidí aniquilarlo.
Lo
hice casi sin que se diera cuenta. Me costó, pero poco a poco
comenzó a debilitarse. Hablaba menos y cuando lo hacía, lo ignoraba.
Conforme su poder amainaba, el mío se restablecía.
Hubo
quien advirtió algo extraño. "¿Estás bien?, te noto cambiada", decían. Luego, cuando dejó de asistir a las citas con mis amigos, preguntaban por él. Hasta que se fueron acostumbrando a su ausencia.
Hoy
ya no tengo que aguantar sus juicios. Ya no escucho su voz acusadora
cuando cometo errores ni se me hace un nudo en la garganta si digo
algo políticamente incorrecto.
Ahora
me acepto sabiendo que no soy perfecta y que no debo remedar a nadie, porque lo importante es ser auténtica.
Desde
la galería se ve sólo la punta del iceberg, pero lo verdaderamente
valioso está adentro. Somos energía, amor, sueños...
Ahora
me siento en paz. Soy libre.
Al fin maté ese juez que vivía dentro de mí.
Al fin maté ese juez que vivía dentro de mí.
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domingo, 4 de marzo de 2018
LÁGRIMAS
Estaba seguro de que lo conseguiría. Como esa vez en la que una bomba hizo diana en la casa de mis primos con ellos dentro; o aquella otra que, de camino a la escuela, alcanzó a Khaled, mi mejor amigo. Fue muy difícil, pero no derramé ni una sola lágrima.
Mamá me había contado que, si llorábamos, el vapor de las lágrimas humedecería nuestro cerebro por dentro y nos impediría pensar con claridad. Así que, cuando se hundió la embarcación y las casi trescientas personas comenzaron a gritar, a llorar y a suplicar, yo nadaba con todas mis fuerzas mientras veía cómo se iban rindiendo a mi alrededor.
El mar no paraba de agitarse, pero yo confiaba en la voz de mi madre que procedía de algún lugar en dirección a tierra. Las olas enfurecidas nos vapuleaban sin piedad. «¿Acaso este mar burlón tampoco nos va a dar tregua?» pensé resignado; «No llores, aguanta».
Interminables horas...
Logré resistir los embates de aquella bestia azul quitándome la ropa para pesar menos y manteniendo en lo posible mis pulmones cargados de oxígeno. Eso era menos cansado que nadar contra las olas y me mantenía a flote.
Logré resistir los embates de aquella bestia azul quitándome la ropa para pesar menos y manteniendo en lo posible mis pulmones cargados de oxígeno. Eso era menos cansado que nadar contra las olas y me mantenía a flote.
Castañeaban mis dientes y vibraba en continuas sacudidas mi enjuto cuerpecillo buscando vencer al penetrante frío.
Ya no escuchaba a mi madre.
Tampoco los gritos de pánico y súplica que, hacía rato, ya habían cesado.
Oí un motor. Un barco de salvamento venía hacia mí. Me lanzaron un salvavidas y me agarré con las pocas fuerzas que aún me quedaban.
En la embarcación me cubrieron con una manta dorada. Me acurruqué en un rincón y busqué con la mirada a mi madre. No estaba. Tampoco mi padre. Ni mi hermano mayor.
Apenas habría veinte personas, todas adultas excepto yo. Observé sus miradas. Vacías, como si pudiera traspasarlas hasta ver sus cerebros enmohecidos por tantas lágrimas.
Me llamo Samir y esa fue la primera vez que lloré.
SEGUNDO SELECCIONADO EN LA COMUNIDAD
RELATOS COMPULSIVOS
Música: Benedictus, Karl Jenkins
viernes, 23 de febrero de 2018
¡MANDA CARALLO!
¡Manda
carallo!
Perdonen
la expresión, pero es que estoy desolado. Cuatro meses llevaba
esperando el dichoso Entroido.
«Que
sí, Benito, que te va a encantar, que no hay mejor fiesta» me
repetía Cosme continuamente. «¡Que el Entroido te cambia la vida!
Además, yo ya he ido dos veces a tu tierra y tú aún no conoces la
mía, ¡carallo!»
Así
que acepté la invitación sin consultarle a mi timidez. El problema
es que, más tarde, esta se enteró y empezó a torturarme con su
sofisticado generador de angustia, su mejor estrategia para salirse
con la suya: Los ataques de pánico, el insomnio, el dolor de
estómago... Pero esta vez no iba a lograr que cambiase mi decisión,
no señor, porque no me daba a mí la gana.
—Hace
tiempo que cree que es ella la que toma las decisiones, ¡la dueña
de mi vida! Pues ¡naranjas de la china!, que para eso llevo media
vida de psicólogos —me dije—; aquí el que manda soy yo.
Pasé
cuatro meses terribles. De los peores de mi vida. Tuve que retomar
mis visitas al psicólogo porque me estaba ahogando y temía dejarme
vencer.
Llegó
el día. Cuando sonó el portero automático, una fuerza sobrenatural
me inmovilizó hasta las pestañas. Lo único que lograba moverse en
mi cuerpo era mi mente diciéndome que me escondiera, que Cosme tenía
una copia de las llaves y subiría. Así fue. Cogió mi maleta, tiró
de mí escaleras abajo y finalmente, no recuerdo cómo, me monté en
el coche. Más de cinco horas de viaje en las que no dije una sola
palabra.
—Vamos,
Benito, que el orballo también cala.
Como
un autómata bajé del coche y seguí a Cosme que iba con las dos
maletas dando tumbos por un camino de piedras dispuestas de forma
irregular. Al fondo, una casa con el tejado de pizarra y una chimenea
humeante. Cosme llamó a la puerta. Abrió una muchacha preciosa con
un vestido lila el cual terminaba en unos tentáculos llenos de
ventosas pintadas del mismo color. Yo estaba a tres pasos de la
puerta cuando tropecé con una de las piedras.
—¡Manda
carallo, Benito! Anda con cuidado, home, que el suelo resbala.
Me
levanté lo más rápido que pude y allí estaba ella mirándome con
una sonrisa violeta a juego con su vestido. Por el calor que subió a
mis mejillas y a mis orejas debí ponerme como un tomate.
—Entrad,
os traeré una toalla.
"Alba",
me susurró Cosme.
Alba
bajó la escalera con un par de toallas en la mano y algo
indescriptible colgando del brazo. Nos lanzó las toallas y estiró
aquella cosa mostrándonosla.
—¡¡Tachán!!
¿Te gusta?— me preguntó.
—¿Qué
es? —balbuceé mientras volvían a encenderse mis mejillas.
—¿Qué
va a ser? ¡Un disfraz de cachelo! ¿No pensarías dejar al pulpiño
solo? Déjame ver si no te queda muy largo.
Me
puse de pie y ella, suelta como pulpo en el agua, me embutió en
aquella cosa de fieltro de color patata al pimentón.
—¡Perfecto!
Secaos y poneos los disfraces que en una hora hay cachuchada en el
Campo da Barreira y he quedado con mi novio— dijo rompiéndome el
corazón.
Sí,
sé que es estúpido enamorarse de alguien a primera vista. Pasé los
tres días siendo la más triste patata cocida. Con lo que me costó
llegar hasta allí. Ni Cosme consiguió animarme ni mi timidez volvió
a hacer acto de presencia. Ya todo me daba igual. Ya todo me da
igual. Cosme tenía razón, el Entroido te cambia la vida. ¡Manda
carallo!
jueves, 15 de febrero de 2018
LA POETISA
Todos daban la misma respuesta, «cuatro», «cuatro», «cuatro»... Algunos la repetían hasta siete veces. Ella solo quería que la escucharan una vez. Tras varios intentos fallidos, Calíope se levantó de la silla e intentó gritar lo más fuerte que pudo: «¡Si le quitas dos manzanas estará algo menos sana!»
La clase entera se giró a mirarla, incluso la maestra que estaba dibujando las manzanas en la pizarra.
Sus compañeros comenzaron a reirse y la maestra tuvo que bajar del encerado para poner orden.
Sus compañeros comenzaron a reirse y la maestra tuvo que bajar del encerado para poner orden.
—Calíope, debes estar más atenta. Es muy sencillo, mira, si tenemos seis manzanas...
No fue capaz de escuchar más, no porque le fuese complicado atender, sino porque le resultaba tremendamente aburrido. ¡Claro que sabía el resultado! Calíope no era precísamente tonta, ni lenta, ni tenía problemas de atención, al contrario. Lo que pasaba es que no quería perder el tiempo con cosas obvias. Prefería dejar fluir su creatividad y buscar soluciones originales.
No fue capaz de escuchar más, no porque le fuese complicado atender, sino porque le resultaba tremendamente aburrido. ¡Claro que sabía el resultado! Calíope no era precísamente tonta, ni lenta, ni tenía problemas de atención, al contrario. Lo que pasaba es que no quería perder el tiempo con cosas obvias. Prefería dejar fluir su creatividad y buscar soluciones originales.
—¿Lo has entendido ahora? —toda la clase seguía mirándola y se oían risitas contenidas. La maestra apoyó la mano en su hombro de manera cariñosa, aunque Calíope dedujo que era una forma de incitarla a responder.
—Tras su perfecto esclarecimiento, logró mi discernimiento—y continuó—: Juan hoy roba dos manzanas, otro día serán peras, mas si nadie le corrige llegará a robar carteras.
Su frase desató un escándalo de risas y burlas. La maestra enfadada cambió su tono de voz dulce por uno mucho más enérgico y firme.
Su frase desató un escándalo de risas y burlas. La maestra enfadada cambió su tono de voz dulce por uno mucho más enérgico y firme.
—¡Silencio! ¡No quiero oir ni una risa más! Para mañana vais a inventar una pequeña poesía para disculparos con Calíope—se escucharon varios jo tímidos— Ni jo ni ja. Y al que oiga quejarse traerá dos poesías.
Calíope mostró una sonrisa de oreja a oreja, ¡por fin!, ¡poesía en clase!
El lunes, como cada mañana, la maestra fue dando los buenos días a cada niño. Después, cogían su bata de cuadros verdes del perchero y se la ponían bajo la atenta mirada de la maestra, pues no les dejaba sentarse hasta que tuvieran bien abrochados los tres botones.
Calíope había llegado la primera. No quería perderse ni un minuto de la que prometía ser la mejor mañana de su vida. Allí estaba, con los ojos chispeantes y su sonrisa de cereza.
Tras los saludos y la canción de "buenos días" estaban listos para comenzar la clase.
Tras los saludos y la canción de "buenos días" estaban listos para comenzar la clase.
—¿Recordáis que hoy teníamos que recitarle una pequeña poesía a Calíope?— se escuchó un sí a coro carente de entusiasmo—. Calíope, ven, sientate aquí —dijo tendiéndole la mano a la vez que colocaba una silla alta frente a las diminutas mesas redondas—.¿Por qué no empiezas tú, Rodrigo?
Rodrigo se puso en pie y haciendo girar su tronco con los brazos caídos recitó:
—Si no sabes restar, te puedo enseñar, pero reirme ya nunca más.
Le aplaudieron y fueron levantándose uno a uno. La sonrisa de Calíope crecía y crecía.
«Poeta serás y a todos alegrarás», «yo te quiero pedir perdón con todo mi corazón», «no quería ponerte triste como un pájaro enjaulado, por eso te traigo alpiste y te dejo que te sientes a mi lado»...
Así siguieron recitando hasta catorce poesías y como si de un virus contagioso se tratase, todos empezaron a sonreir.
—Vuestras disculpas agradezco y aún más las muestras de afecto —recitó Calíope feliz—. Si hay algo que no podréis olvidar, es la alegría de rimar.
Hicieron un corro cogidos de las manos y cantaron su canción de la amistad:
Cantaremos, jugaremos, bailaremos hasta un vals.
Yo te ayudo, tú me ayudas y reiremos sin parar.
Cuando tengo a mis amigos para poder abrazar
mi corazoncito salta de alegría, plim plom plam.
Luego cerraron el corro en un abrazo colectivo y prosiguieron la clase.
—Andrés ha ido esta mañana al kiosko y ha comprado nueve caramelos—enunciaba la maestra—. Por el camino se ha encontrado a su amiga Paula y le ha regalado tres caramelos. ¿Con cuántos caramelos se ha quedado Andrés?— Esta vez todas las respuestas fueron distintas:
«Seis caramelos de menta, por eso se va contenta», gritó Sofía con emoción, «seis caramelos y una muela menos», soltó Alberto tapándose la boca con las manos temiendo una regañina, «Paula tres que le ha regalado Andrés»...
La maestra se echó las manos a la cabeza, pero no pudo evitar echarse a reír.
A partir de ese día un cartel lideraba el aula:
💛 Si resuelves el problema
y pregunta la maestra,💜
💙 con la rima de un poema
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